Jiddu
Krishnamurti:
LA
EDUCACIÓN Y LA PAZ MUNDIAL [ ]
Para descubrir qué papel puede desempeñar
la educación en la presente crisis mundial, debemos entender cómo se ha
generado esta crisis: obviamente, su origen está en los falsos valores que
rigen nuestras relaciones con las personas, con la propiedad y con las ideas.
Si nuestras relaciones con otros se basan en el engrandecimiento personal, y
nuestra relación con la propiedad está marcada por la ambición, la estructura
de la sociedad forzosamente ha de ser competitiva y aisladora; si en nuestra
relación con las ideas justificamos una ideología en oposición a otra, los
resultados inevitables son la desconfianza mutua y el rencor.
Otra causa del presente caos es nuestra
dependencia de la autoridad, de los líderes, tanto en los asuntos cotidianos
como en una pequeña escuela o en la universidad. Los líderes y su autoridad son
factores de deterioro en cualquier cultura. Cuando seguimos a otro, no hay
comprensión, sino sólo temor y sometimiento, que en última instancia dan pie a
la crueldad del Estado totalitario y al dogmatismo de la religión organizada.
Depositar toda nuestra confianza en los
gobiernos y confiar en que las organizaciones y autoridades nos traerán la paz,
cuando está claro que la paz sólo puede empezar por la comprensión de quienes
somos, es crear mayores y más complicados, conflictos. Y no puede haber
felicidad duradera mientras aceptemos un orden social en el que hay lucha sin
fin y antagonismo entre los seres humanos. Si queremos cambiar las condiciones
existentes, tenemos que empezar por transformarnos nosotros mismos, lo cual
significa que debemos comprender nuestras acciones, pensamientos y sentimientos
en la vida diaria.
Pero en realidad no queremos la paz, no
queremos poner fin a la explotación, no estamos dispuestos a permitir que nadie
interfiera en nuestra avaricia, ni que se alteren los cimientos de la
estructura social del presente. Queremos que las cosas continúen como están,
que las modificaciones sean sólo superficiales; y, como consecuencia
inevitable, los poderosos, los astutos, gobiernan nuestras vidas.
La paz no se alcanza por medio de ninguna
ideología ni depende de ninguna legislación; habrá paz sólo cuando nosotros,
como individuos, empecemos a comprender nuestros propios procesos psicológicos.
Si eludimos la responsabilidad de actuar como individuos y esperamos que algún
nuevo sistema establezca la paz, nos convertiremos simplemente en esclavos de
ese sistema.
Cuando los gobiernos, los dictadores, las
grandes empresas y el poder clerical comiencen a ver que este creciente
antagonismo entre los seres humanos sólo conduce a la destrucción general, y no
resulta ya por tanto provechoso, quizá nos obliguen entonces, mediante leyes u
otros métodos de coerción, a reprimir nuestros anhelos y ambiciones personales
y a cooperar para el bienestar de la humanidad. Así como ahora nos educan y
estimulan para competir unos con otros sin misericordia, nos obligarán luego al
respeto mutuo y a trabajar juntos por un mundo global. Y entonces, aunque
lleguemos a estar todos bien nutridos, vestidos y alojados, no estaremos libres
de nuestros conflictos y antagonismos, que únicamente habrán cambiado de plano,
y que serán todavía más diabólicos y devastadores. La única acción moral o
justa es la acción voluntaria, y sólo la comprensión puede traer paz y
felicidad al ser humano.
Las creencias, las ideologías y las
religiones organizadas nos enfrentan a nuestros semejantes. Hay conflicto no
sólo entre las distintas sociedades, sino también entre distintos grupos dentro
de una misma sociedad. Debemos darnos cuenta de que mientras nos identifiquemos
con un país, mientras nos aferremos a la seguridad, mientras estemos
condicionados por los dogmas, habrá lucha y miseria dentro de nosotros y en el
mundo.
Tenemos luego el inmenso problema del
patriotismo. ¿Cuándo nos sentimos patriotas? Está claro que no se trata de una
emoción cotidiana. Pero se nos alienta hábilmente a ser patriotas a través de
los libros de texto, de los periódicos y de otros canales de propaganda, que
estimulan el egoísmo racial mediante el elogio de los héroes nacionales y la
noción exaltada de que nuestro país y nuestro modo de vida son mejores que los
demás. Como consecuencia, este espíritu patriótico nutre nuestra vanidad desde
la infancia hasta la vejez.
La aseveración, constantemente repetida, de
que pertenecemos a un determinado grupo político o religioso, de que somos de
esta nación o de aquélla halaga a nuestro pequeño “yo”, lo hincha como a la
vela de un barco, hasta que nos sentimos dispuestos a matar o morir por nuestro
país, nuestra raza o nuestra ideología. ¡Es todo tan insensato y antinatural!
Los seres humanos son, indiscutiblemente, más importantes que las fronteras
nacionales o ideológicas. El espíritu separatista del nacionalismo corre ya
como la pólvora por todo el mundo. El patriotismo se cultiva y se explota,
astutamente alentado por quienes buscan mayor expansión y poderío, mayores
riquezas; y cada uno de nosotros participa de este proceso, pues ésas son cosas
que también nosotros deseamos. La conquista de otras tierras y de otros pueblos
provee nuevos mercados para el comercio, así como para las ideologías políticas
y religiosas. Uno debe ver todas estas expresiones de violencia y antagonismo
con una mente libre de prejuicios, es decir, con una mente que no se identifica
con ningún país, con ninguna raza o ideología, sino que intenta descubrir lo
que es verdad. Ver algo con claridad, sin dejarse influir por las ideas o
instrucciones de otros –ya se trate del gobierno, de los especialistas o de los
grandes intelectuales–, es una gran dicha. Cuando veamos realmente que el
patriotismo es un obstáculo para la felicidad humana, no tendremos ya que
luchar contra esta falsa emoción que surge dentro de nosotros, pues nos habrá
abandonado para siempre.
El nacionalismo, el espíritu patriótico, la
conciencia de clase y raza son meras expresiones del “yo”, y por lo tanto
separativas. Al fin y al cabo, ¿qué es una nación, sino un grupo de individuos
que viven juntos por razones económicas y de autoprotección? El miedo y la
ambiciosa defensa de los propios intereses dan origen a la idea de «mi país»,
con sus fronteras y barreras arancelarias que hacen imposible la hermandad y la
unidad de los seres humanos.
El afán de lucro y de posesión y el anhelo
de identificarnos con algo más grande que nosotros crean el espíritu del
nacionalismo; y el nacionalismo engendra la guerra. En todos los países, el
gobierno, estimulado por la religión organizada, sostiene el nacionalismo y el
espíritu separatista. El nacionalismo es una enfermedad y jamás logrará la
unidad mundial. No podemos alcanzar la salud mediante la enfermedad; tenemos
que librarnos de la enfermedad primero. Es el hecho de ser nacionalistas, de
estar siempre dispuestos a defender nuestros Estados soberanos, nuestras
creencias y posesiones, lo que nos obliga a estar perpetuamente armados. La
propiedad y las ideas se han vuelto para nosotros más importantes que la vida
humana, y a ello se deben el antagonismo y la violencia constantes entre
nosotros y el resto de la humanidad. Al mantener la soberanía de nuestro país,
destruimos a nuestros hijos; al rendir culto al Estado –que es una mera
proyección de nosotros mismos–, sacrificamos a nuestros hijos a cambio de una
satisfacción egoísta. El nacionalismo y los gobiernos soberanos son las causas
y los instrumentos de la guerra.
Nuestras actuales instituciones sociales no
pueden evolucionar hacia una federación mundial, pues sus cimientos mismos son
erróneos. Los parlamentos y los sistemas educativos que defienden la soberanía
nacional y enfatizan la importancia del grupo jamás pondrán fin a la guerra.
Cada grupo separado de personas, con sus gobernantes y gobernados, es germen de
guerra. A menos que alteremos fundamentalmente las presentes relaciones entre
los individuos, la industria inevitablemente nos llevará a la confusión y será
un instrumento de destrucción y sufrimiento; mientras haya violencia y tiranía,
engaño y propaganda, la fraternidad del género humano no puede hacerse
realidad.
Educar a las personas simplemente para que
lleguen a ser maravillosos ingenieros, brillantes científicos, hábiles
ejecutivos o buenos trabajadores nunca unirá a opresores y oprimidos; y es
obvio que nuestro actual sistema educativo, instigador de las innumerables
causas que provocan enemistad y odio entre los seres humanos, no ha impedido el
asesinato en masa en nombre de la patria o en nombre de Dios.
Las religiones organizadas, con su
autoridad temporal y espiritual, son asimismo incapaces de traer la paz al
hombre, puesto que son también el resultado de nuestra ignorancia y nuestro
miedo, de nuestras mentiras y nuestro egoísmo.
Llevados por nuestro anhelo de seguridad
–aquí o en el más allá–, creamos instituciones e ideologías que garanticen esa
seguridad; pero mientras más luchemos por la seguridad, menos la tendremos. El deseo
de seguridad crea divisiones y aumenta el antagonismo. Si sentimos y
comprendemos profundamente la verdad de esto –no sólo verbal o
intelectualmente, sino con todo nuestro ser–, empezaremos a cambiar de un modo
sustancial la relación con nuestros semejantes en el mundo inmediato que nos
rodea; y sólo entonces habrá una posibilidad de lograr unidad y fraternidad. La
mayoría de nosotros vivimos consumidos por toda clase de temores, y estamos
terriblemente preocupados por nuestra propia seguridad. Esperamos que, por
algún milagro, no haya más guerras; y, entre tanto, acusamos a otros grupos
nacionales de ser los instigadores de las guerras, y ellos a su vez nos culpan
del desastre a nosotros. Aunque la guerra es un factor tan indiscutiblemente
perjudicial para la sociedad, nos preparamos para la guerra, e imbuimos de
espíritu militar a los jóvenes. Pero ¿acaso tiene cabida en la educación el
entrenamiento militar? Todo depende de la clase de seres humanos que queramos
que sean nuestros hijos. Si queremos que sean eficientes guerreros, entonces el
entrenamiento militar es necesario; si queremos disciplinarlos y reglamentar
sus mentes y nuestro propósito es hacerlos nacionalistas –y por lo tanto
irresponsables con la sociedad como un todo–, entonces el entrenamiento militar
es un buen medio para conseguirlo; si nos complacen la muerte y la destrucción,
el entrenamiento militar es sin ninguna duda importante. La función de los
generales es planear y hacer la guerra; y si nuestra intención es estar en
batalla constante con nuestros vecinos, entonces, por supuesto, tengamos más
generales.
Si vivimos sólo para entablar luchas
interminables dentro de nosotros y con los demás, si nuestro deseo es perpetuar
el derramamiento de sangre y la miseria, entonces debe haber más soldados, más
políticos, más enemistad. Y eso es lo que está sucediendo actualmente: la
civilización moderna tiene sus bases en la violencia, y está, así pues,
cortejando a la muerte. Mientras veneremos la fuerza, la violencia será nuestro
medio de vida. Pero si queremos paz, si queremos una verdadera relación entre
los seres humanos, ya sean cristianos, hindúes, rusos o americanos, si queremos
que nuestros hijos sean individuos integrados, entonces el entrenamiento
militar es un absoluto impedimento; es el camino erróneo para lograr lo que
queremos.
Una de las principales causas de odio y
lucha es la creencia de que una raza o clase particular es superior a otra. El
niño no tiene conciencia de raza ni de clase; son el hogar o el ambiente
escolar, o ambos, los que le hacen proclive al separatismo. Al niño no le
importa que su compañero de juegos sea negro, judío, brahmán o no brahmán; pero
la influencia de la estructura social entera ejerce una constante influencia en
su mente, afectándola y modelándola. El problema, una vez más, no está en el
niño sino en los adultos, que han creado un ambiente absurdo de separación y
falsos valores.
¿Existe algún verdadero fundamento para
establecer diferencias entre los seres humanos? Puede que nuestros cuerpos sean
diferentes en cuanto a estructura y color, que nuestros rostros sean distintos;
sin embargo, bajo la piel, somos todos bastante parecidos: orgullosos,
codiciosos, envidiosos, violentos, lujuriosos, ambiciosos de poder...
Quitémonos el rótulo, y quedaremos bien desnudos. Pero no queremos afrontar
nuestra desnudez, y por eso insistimos en la etiqueta, lo cual indica cuán
inmaduros e infantiles somos en realidad.
Para que el niño crezca libre de
prejuicios, tenemos que destruir primero todo prejuicio dentro de nosotros, y
luego en nuestro entorno, lo cual significa destruir completamente la
estructura de esta sociedad insensata que hemos creado. Es posible que en casa
expliquemos al niño lo absurdo que es tener conciencia de clase o de raza, y él
probablemente esté de acuerdo con nosotros; pero cuando vaya a la escuela y
juegue con otros niños, se contagiará del espíritu separatista. O puede suceder
lo contrario: que viva en un hogar tradicional, estrecho de miras, y que la
influencia de la escuela sea liberal. De cualquier manera, siempre hay una
batalla en pie entre el ambiente del hogar y el de la escuela, y el niño se ve
atrapado entre ambos.
Para criar al niño con cordura, para
ayudarle a ser perceptivo a fin de que no se deje engañar e influir por estos
estúpidos prejuicios, tenemos que estar en íntimo contacto con él. Tenemos que
hablar con él de estas cosas, y dejarle que escuche conversaciones
inteligentes; tenemos que avivarle el espíritu de investigación y de rebeldía
que ya existen en él, para así ayudarle a descubrir por sí mismo lo que es
verdadero y lo que es falso. Es la investigación constante, la verdadera
insatisfacción, lo que despierta la inteligencia creadora; pero mantener
despierto el espíritu de investigación y descontento es extremadamente difícil,
y la mayor parte de la gente no quiere que sus hijos tengan esa clase de
inteligencia, pues es terriblemente incómodo vivir con alguien que
constantemente cuestiona los valores aceptados por la mayoría.
Todos estamos descontentos cuando somos
jóvenes; sin embargo, desgraciadamente ese descontento pronto se desvanece,
asfixiado por nuestras tendencias imitativas y nuestro culto a la autoridad. A
medida que nos hacemos mayores, nos vamos volviendo seres cristalizados,
satisfechos y recelosos. Nos hacemos ejecutivos, sacerdotes, empleados de
banco, directores de fábrica, técnicos, y empezamos poco a poco a
deteriorarnos. Puesto que deseamos conservar nuestros puestos, defendemos la
sociedad destructiva que nos ha colocado en ellos y nos ha dado seguridad en
alguna medida.
Que el control de la educación esté en
manos del gobierno es una calamidad. No hay esperanza de paz ni de orden en el
mundo mientras la educación sea la servidora del Estado o de las religiones
organizadas. El caso es que son cada vez más los gobiernos que expresamente se
hacen cargo del niño y su futuro; y si no es el gobierno, son las
organizaciones religiosas las que intentan ejercer control sobre la educación.
El condicionar así la mente del niño para
que se ajuste a una particular ideología, política o religiosa, engendra
enemistad entre los individuos. En una sociedad donde existe la competencia, no
puede haber confraternidad; y ninguna reforma, ninguna dictadura ni método
educativo podrá improvisarla.
Mientras usted sea neozelandés y yo hindú,
es absurdo hablar de una humanidad unida. ¿Cómo vamos a unirnos como seres
humanos si, usted en su país y yo en el mío, conservamos cada uno nuestros
respectivos prejuicios religiosos y modelos económicos? ¿Cómo puede haber
fraternidad mientras el patriotismo separa a las personas entre sí, y millones
de seres viven coartados por condiciones económicas deplorables mientras otros
gozan de la abundancia? ¿Cómo puede haber unidad entre los seres humanos cuando
las creencias nos dividen, cuando un grupo domina a otro, cuando los ricos son
poderosos y los pobres tratan de alcanzar ese mismo poder, cuando hay una
desastrosa distribución de las tierras, cuando una minoría está bien alimentada
mientras millones de personas se mueren de hambre?
Uno de nuestros problemas es que no nos
tomamos nada de esto en serio, porque no queremos que nada nos perturbe.
Preferimos alterar las cosas sólo de un modo que nos resulte personalmente
ventajoso; por eso no nos interesa tampoco reflexionar sobre nuestra propia
vacuidad y crueldad.
¿Hay posibilidad alguna de alcanzar la paz
por medios violentos? ¿Es la paz algo que pueda conseguirse gradualmente, a
través de un lento proceso de tiempo? Con toda certeza, el amor no es cuestión
de adiestramiento ni de tiempo. Las dos últimas guerras, según creo, se
libraron para defender la democracia; y ahora nos preparamos para otra guerra
aún mayor y más destructiva, y la gente es menos libre. ¿Qué sucedería si
despejáramos nuestro camino de obstáculos para el entendimiento tan evidentes
como son la autoridad, las creencias, el nacionalismo y toda clase de espíritu
jerárquico? Seríamos individuos sin autoridad, seres humanos en relación
directa unos con otros, y entonces, tal vez, habría amor y compasión. Lo
esencial en la educación, como en cualquier otro campo, es contar con personas
comprensivas y afectuosas, cuyos corazones no estén llenos de frases huecas,
llenos de los intereses de la mente.
Si queremos ser felices en esta vida, que
tiene todos los ingredientes para ello, y vivir con consideración, con cuidado,
con afecto, es muy importante que nos entendamos; y, si deseamos construir una
sociedad de verdad inteligente, debemos tener educadores que entiendan los
procesos de la integración y que sean por tanto capaces de impartir ese
entendimiento a sus alumnos.
Esta clase de educadores serían un peligro
para la actual estructura social; porque en realidad no queremos construir una
sociedad inteligente, y cualquier maestro que, percibiendo la plena
significación de la paz, comenzara a señalar las auténticas implicaciones del
nacionalismo y la insensatez de la guerra perdería muy pronto su empleo.
Sabiendo esto, la mayoría de los maestros transigen y, al hacerlo, ayudan a mantener
el actual sistema de explotación y violencia.
Evidentemente, para descubrir la verdad
debemos estar libres de toda lucha con nosotros mismos y, por consiguiente, con
nuestros semejantes. Cuando no estamos en conflicto con nosotros mismos, no
estamos en conflicto con los demás. Es la lucha interna, proyectada en el
exterior, la que se convierte en conflicto mundial.
La guerra es una proyección espectacular y
sangrienta de nuestro vivir cotidiano. Precipitamos la guerra con nuestra
manera de vivir; luego, sin una transformación interna de cada uno de nosotros,
forzosamente seguirán existiendo los antagonismos raciales y nacionales, las
infantiles disputas a causa de nuestras ideologías, la multiplicación de
soldados, los saludos a las banderas, y todas las numerosas brutalidades que
contribuyen a crear el asesinato organizado.
La educación ha fracasado en todos los
ámbitos del mundo; ha aumentado la destrucción y la infelicidad. Los gobiernos
adiestran a los jóvenes para que sean los soldados y técnicos eficientes que
necesitan; se cultivan y se imponen la reglamentación y el prejuicio. Tomando
estos hechos en consideración, tenemos que investigar el sentido de la
existencia y el significado y la finalidad de nuestras vidas. Tenemos que
descubrir formas benéficas de crear un nuevo entorno social, porque el entorno
puede hacer de un niño un bruto, un especialista insensible, o ayudarle a
convertirse en un ser humano sensible e inteligente. Tenemos que crear un
gobierno mundial que sea radicalmente diferente, que no esté cimentado en la
fuerza, en el nacionalismo ni en ninguna ideología. Todo esto implica
comprender nuestra responsabilidad en las relaciones de unos con otros; ahora
bien, para entender nuestra responsabilidad, debe haber amor en nuestros
corazones, no solamente ciencia y conocimiento. Cuanto más intenso sea nuestro
amor, más profunda será su influencia en la sociedad.
Pero nosotros somos todo cerebro; no hay
corazón. Cultivamos el intelecto y despreciamos la humildad. Si amáramos realmente
a nuestros hijos, querríamos que estuvieran a salvo, los protegeríamos, y no
permitiríamos que fuesen sacrificados en las guerras. Creo que en realidad
queremos que siga habiendo armas; nos gusta la ostentación del poder militar,
los uniformes, los ritos, las francachelas, el ruido, la violencia. Nuestra
vida diaria es un reflejo en miniatura de esa misma superficialidad brutal, y
nos estamos destruyendo unos a otros con nuestra envidia y nuestra irreflexión.
Queremos ser ricos; y cuanto más ricos somos,
más crueles nos volvemos, por mucho que donemos grandes sumas a las entidades
benéficas y a la educación. Después de haberle robado a la víctima, le
devolvemos un poco de los despojos, y a esto lo llamamos filantropía. Creo que
no nos damos cuenta de las catástrofes que estamos forjando. La mayor parte de
nosotros vivimos cada día tan rápida e irreflexivamente como nos es posible, y
dejamos en manos del gobierno y de astutos políticos la dirección de nuestras
vidas.
Todos los gobiernos soberanos necesitan
estar preparados para la guerra, y el gobierno de nuestro propio país no es una
excepción. Y para que los ciudadanos sean eficientes en la guerra, para que
estén bien instruidos y sean capaces de cumplir eficazmente con sus deberes, es
obvio que los gobiernos tienen que dirigirlos y dominarlos: tienen que
entrenarlos para que actúen como máquinas, para que sean desalmadamente
eficientes. Si el objetivo y el fin de la vida es destruir o ser destruido,
entonces la educación debe estimular la crueldad; y no estoy del todo seguro de
que en realidad no sea esto lo que en nuestro fuero interno deseamos, pues la
crueldad corre pareja con el culto del éxito.
El Estado soberano no quiere que sus
ciudadanos sean libres ni que piensen por sí mismos, y los dirige, por medio de
propaganda, de la interpretación errónea de la historia y otros medios. Por eso
la educación ha empezado a convertirse cada vez más en un procedimiento para
enseñar qué pensar, y no cómo pensar. Si pensáramos con criterio independiente
del sistema político imperante, seríamos peligrosos: las instituciones libres
podrían resultar pacifistas, o contrarias al régimen existente.
La verdadera educación es indiscutiblemente
un peligro para los gobiernos soberanos, y por eso se emplean sutiles o severos
medios para impedirla. La educación y la alimentación, en manos de una minoría,
se han convertido en medios para dominar al individuo; y a los gobiernos, ya
sean de izquierdas o de derechas, la educación les trae sin cuidado mientras
sigamos siendo máquinas eficaces para producir mercancías y balas.
Ahora bien, el hecho de que esto esté
ocurriendo en todo el mundo significa que a nosotros, los ciudadanos y
educadores que somos responsables de los gobiernos actuales, no nos importa de
un modo fundamental si el ser humano tiene libertad o esclavitud, paz o guerra,
bienestar o miseria. Aceptamos una pequeña reforma ocasional, pero la mayoría
tememos destruir esta sociedad y edificar una estructura completamente nueva,
ya que eso necesariamente conllevaría una transformación radical de cada uno de
nosotros.
Por otra parte, hay quienes ponen todo su
empeño en provocar una revolución violenta. Tras haber contribuido a establecer
el orden social del presente, con sus correspondientes conflictos, su confusión
y su desdicha, quieren ahora organizar una sociedad perfecta. Pero ¿puede
alguno de nosotros organizar una sociedad perfecta, cuando hemos sido nosotros
los artífices de la sociedad existente? Creer que la paz puede alcanzarse por
medios violentos es sacrificar el presente por un ideal futuro; y esta búsqueda
del objetivo correcto por medios erróneos es una de las causas del desastre
actual.
La expansión y el predominio de los valores
sensuales crean necesariamente el veneno del nacionalismo, de las fronteras
económicas, de los gobiernos soberanos y del espíritu patriótico, todo lo cual
excluye la cooperación entre las personas y corrompe las relaciones humanas,
que constituyen la sociedad. La sociedad es la relación que une a los seres
humanos entre sí; y, sin entender profundamente esta relación, no en un
determinado nivel, sino integralmente, como un proceso total, está claro que
volveremos a crear la misma clase de estructura social, por mucho que
superficialmente la modifiquemos.
Si queremos cambiar radicalmente nuestras
relaciones humanas actuales, que han traído indecible miseria al mundo, nuestra
única e inmediata tarea es transformarnos nosotros mismos a través del
conocimiento propio. Lo cual nos trae de vuelta a la cuestión central, que es
uno mismo; pero éste es un punto que esquivamos hábilmente cediendo la
responsabilidad a los gobiernos, a las religiones y a las ideologías. El
gobierno es lo que nosotros somos; las religiones y las ideologías no son sino
proyecciones de nosotros; y, a menos que cambiemos fundamentalmente, no puede
haber ni verdadera educación ni un mundo de paz.
La seguridad física de todos los seres
humanos será una realidad cuando haya amor e inteligencia; y puesto que hemos
creado un mundo de conflictos y de miseria, en el que la seguridad externa es
cada vez más una imposibilidad para cualquier individuo, ¿no indica esto la
completa inutilidad de la educación pasada y presente? Nuestra responsabilidad
directa como padres y maestros es abandonar la forma de pensar tradicional, y
no depender meramente de los expertos y sus descubrimientos. La eficiencia
técnica nos ha dado cierto grado de comodidad y capacidad para ganar dinero, y
por eso la mayoría estamos satisfechos con la estructura social del presente;
pero al verdadero educador sólo le importan la forma correcta de vivir, la
verdadera educación y los medios correctos de ganarse la vida.
Cuanto más irresponsables seamos en estas
cuestiones, más asumirá el Estado toda responsabilidad. Nos estamos
enfrentando, no con una crisis política o religiosa, sino con una crisis de
deterioro humano que ningún partido político ni sistema económico puede
impedir.
Otro desastre aún mayor se aproxima
peligrosamente, y la mayoría no hacemos nada por evitarlo. Seguimos adelante,
día tras día, como lo hemos hecho hasta ahora: no queremos despojarnos de
nuestros falsos valores y empezar de nuevo. Queremos hacer una reforma de
retazos, que sólo nos conducirá a ulteriores problemas, y que a su vez
requerirán sucesivas reformas. Pero el edificio se nos está desmoronando; las
paredes han empezado a ceder, y el fuego lo consume. Debemos abandonar el
edificio y comenzar a construir sobre un solar nuevo con diferentes cimientos y
con diferentes valores.
No podemos desechar el conocimiento técnico, pero podemos empezar a darnos
cuenta de nuestra sordidez interior, de nuestra crueldad, de nuestros engaños e
indignidades, de nuestra completa falta de amor. Sólo cuando utilicemos la
inteligencia y nos liberemos del espíritu del nacionalismo, de la envidia y de
la sed de poder, podremos establecer un nuevo orden social. La paz no se
conseguirá jamás con reformas parciales ni con una mera reorganización de las
viejas ideas y supersticiones. Sólo habrá paz cuando comprendamos lo que está
más allá de la superficie y detengamos así esta ola de destrucción que se ha
desatado a causa de nuestra agresividad y de nuestros temores; y sólo entonces
habrá esperanza para nuestros hijos y salvación para el mundo.
La Educación y el significado de la Vida, ©KFT.
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