martes, 1 de marzo de 2022

¿DÓNDE ENCUENTRA UNO COMPLETA SEGURIDAD?

El texto que aparece abajo no es transcripcion de la charla de este video: 

Jiddu Krishnamurti

 

Saanen 1983, charla 3. 

 

Hemos hablado muchísimo acerca del tiempo, del pensamiento y de la relación que el tiempo tiene con la muerte. ¿Qué relación tiene el pensamiento, el pensar, con esta cosa extraordinaria llamada muerte? Si uno le tiene miedo a la muerte, entonces jamás verá la dignidad, la belleza y profundidad de la muerte. El miedo es causado por el pensamiento y el tiempo. Eso ya lo hemos investigado muy detenidamente. El miedo no existe por sí mismo. Existe cuando hay exigencia de seguridad, no sólo seguridad biológica, física, sino mucho más. Al parecer, los seres humanos exigen, requieren, insisten en estar psicológicamente seguros.

 

Por lo tanto, tenemos que investigar la seguridad, que consiste en sentirse a salvo, protegido. La seguridad significa protección, ¿no es así? Yo tengo que proteger aquello que me ofrece seguridad, ya sea la seguridad de la posición social la seguridad del poder, o la seguridad de muchas posesiones. Tener millones en el banco nos da una gran sensación de seguridad. Poseer un buen chalet nos da seguridad. La seguridad implica también tener una compañera o un compañero que estará junto a uno, que lo ayudará, que lo confortará, que le dará lo que él o ella necesitan. Así es como buscamos seguridad en la familia. La buscamos en la comunidad, en la nación, en la tribu; y esa misma condición tribal, nacionalista, impide esa seguridad, porque hay guerra, porque una tribu mata a otra tribu, porque un grupo destruye a otro grupo. De modo que físicamente se está volviendo más y más difícil estar seguro. Los terroristas pueden penetrar en esta carpa y volarnos a todos.

 

Nosotros no sólo necesitamos seguridad física, sino que también buscamos la seguridad psicológica. La seguridad psicológica es nuestra mayor exigencia. Pero nos preguntamos: ¿Existe en absoluto la seguridad psicológica? Tengan la bondad de formularse a sí mismos esta pregunta que es realmente muy seria: Internamente, subjetivamente, como si dijéramos dentro de la piel, ¿existe en absoluto seguridad alguna? Yo puedo depender de ustedes como auditorio, y ustedes pueden depender de mí como orador. Si quien les habla buscara seguridad en ustedes y no tuviera a nadie a quien hablarle, entonces se sentiría terriblemente inseguro. ¿Existe, pues, en absoluto la seguridad psicológica?

 

El mundo está cambiando constantemente de día en día; es un fluir tremendo. ¡Es algo tan obvio! Físicamente uno necesita un poco de seguridad para sentarse aquí, para que discutamos juntos, pero eso se está restringiendo gradualmente. Uno no puede hacerlo en los países comunistas. De modo que uno reconoce el hecho de que psicológicamente no existe la seguridad. Ésa es la verdad: psicológicamente, la seguridad no existe. Yo puedo tener una creencia, puedo tener fe, pero viene alguien y destroza todo eso. Cuando más me fortalezco en una creencia, más puede esa creencia ser despedazada. Puedo tener fe en algo, en un símbolo, en una persona, pero eso puede ser destrozado por los argumentos, por la lógica. De manera que no existe en absoluto la seguridad psicológica. Aunque la hayamos buscado, aunque hayamos tratado de realizarnos, de hacerlo todo para sentirnos psicológicamente seguros, al final de ello está la muerte.

 

Está la muerte. Y la muerte es la cosa más extraordinaria. Pone fin a la larga continuidad. En esa continuidad esperamos encontrar la seguridad, porque el cerebro puede funcionar excelentemente sólo cuando está completamente seguro -seguro con respecto al terrorismo, seguro en una creencia, seguro en el conocimiento, etc., etc. Todo eso toca a su fin cuando llega la muerte. Yo puedo tener esperanzas en la próxima vida y toda esa tontería, pero la muerte es realmente el final de una larga continuidad. Yo me he identificado con esa continuidad. Esa continuidad soy yo. Y la muerte dice: «Lo lamento, viejo, ése es el final». Y uno no está asustado de la muerte, realmente no lo está, porque uno está viviendo constantemente con la muerte o sea que está muriendo constantemente. No continuando y muriendo, sino muriendo cada día para todo cuanto uno ha acumulado, memorizado, experimentado.

 

El tiempo nos da la esperanza, el pensamiento nos brinda consuelo, nos asegura una continuidad, y decimos: «Bueno, en la próxima vida...» Pero si no termino con esta tontería ahora, con la estupidez, con las ilusiones y todo eso, esas cosas estarán ahí en la próxima vida  si es que existe una próxima vida.

 

De modo que el tiempo, el pensamiento, dan continuidad, y nosotros nos aferramos a esa continuidad, por lo cual hay miedo. Y el miedo destruye el amor. Amor, compasión y muerte. No son movimientos separados.

Nos preguntamos, pues: ¿Podemos vivir con la muerte, y pueden terminar el pensamiento y el tiempo? Está todo relacionado. No separen el tiempo, el pensamiento y la muerte. Es toda una sola cosa.

 

¿Acaso no es violencia y corrupción tener seguridad física mientras otros se mueren de hambre?

 

¿Quién formula esta pregunta? Por favor, quien les habla se lo está preguntando a ustedes: ¿Quién ha formulado esta pregunta? ¿Es el hombre que está físicamente seguro y tiene consideración del pobre, por el que padece hambre, o es el que padece hambre el que pregunta esto? Si usted y yo estamos bien acomodados, podemos formular esta pregunta. Si usted y yo fuéramos realmente muy pobres, ¿formularíamos esta pregunta? Vea, hay demasiados reformadores sociales en el mundo, los ‘benefactores’. No examinaré eso ahora porque no tenemos tiempo para ello. Considérenlo cuidadosamente. Haciendo algo por el pobre, ¿no se están realizando ellos mismos en el trabajo social? Cuando quien les habla estuvo en la India se le formuló esta pregunta: «¿Qué hace usted por los pobres? Ellos se están muriendo de hambre, usted se ve bien alimentado; ¿qué hace usted?» Por lo tanto, digo: ¿Quién formula esta pregunta? Quien les habla no la está eludiendo. Él ha sido criado en la pobreza. ¿Es, entonces, él cuando era joven y vivía en la pobreza, el que formula esta pregunta?

En el mundo hay mucha miseria; están los barrios pobres y superpoblados donde se vive en condiciones espantosas (En Suiza, aparentemente, no existen esos barrios. ¡Gracias a Dios!) Y también hay ghetos, hay gente muy, muy, muy pobre que sólo puede tener una comida diaria, etc., etc. ¿Qué hacemos al respecto? Ésa es realmente la pregunta, ¿verdad? Usted tal vez sea rico, y puede que yo no sea tan rico, pero la pregunta es: Nosotros, seres humanos que vemos todo esto, ¿qué hacemos al respecto? ¿Cuál es nuestra responsabilidad? ¿Estamos preocupados por favor, no estoy evadiendo la pregunta- estamos preocupados por la pobreza? Pobreza. ¿Qué significa eso? ¿Pobreza física? ¿O pobreza psicológica? ¿Comprenden? Ser pobre psicológicamente, en el sentido de que uno puede poseer muchísimos conocimientos acerca de la psiquis pero sigue siendo pobre. El psicoanalista es pobre, y trata de corregir a la otra persona que también es pobre.

¿Qué es, entonces, la pobreza? Ser pobre, carecer de refinamiento, ser un ignorante... Entonces, ¿qué es la ignorancia? ¿No haber leído libros, no saber escribir, tener una comida diaria, vestir un taparrabo? ¿O la pobreza comienza en lo psicológico? Si soy rico internamente, puedo hacer algo. Si yo mismo soy pobre internamente, la pobreza externa nada significa.

 

Tenemos que comprender, pues, no sólo qué es la pobreza, sino también todo lo que esa comprensión implica: simpatía, generosidad. Si uno posee una camisa, la da. Una vez, quien les habla estaba caminando bajo la lluvia en la India cuando se le acercó un niño diciendo: «Dame tu camisa». Yo dije: «Muy bien». Y se la di. Entonces dijo: «Dame tu camiseta». Yo le contesté: «Un momento. Ven conmigo a la casa. Podrás tener cualquier cosa que quieras, alimento, ropa, lo que gustes dentro de ciertos limites, desde luego». Así que vino conmigo tomado de mi mano; era muy pobre, estaba sucio. Llovía a cántaros y caminamos juntos hasta la casa. Lo dejé solo y subí al piso de arriba para conseguirle algunas ropas. Y el niño se puso a recorrer la casa examinando cada aparador, curioseándolo todo. La persona con la que se hospedaba quien les habla, atrapó al niño y le preguntó: «¿Qué estás haciendo en esta parte de la casa?» «Él me pidió que entrara», contestó el niño. «Pero no te pidió que subieras al piso de arriba y lo examinaras todo. ¿Por qué lo estás haciendo, entonces?» Y el niño se asustó bastante y dijo: «Mi padre es un ladrón». Él estaba inspeccionando la casa.

 

De modo que tenemos que habérnoslas con la pobreza no sólo externamente, sino también internamente. Tal vez no habría pobreza en el mundo si las naciones se reunieran y dijeran: «Tenemos que resolver este problema». Podrían hacerlo. Pero las nacionalidades las dividen, las comunidades las dividen, las religiones las dividen. Y así es como todo el mundo se opone a una clase de acción que deseche todas nuestras nacionalidades, nuestras creencias, nuestras religiones, y realmente ayude a que, trabajando en conjunto, solucionemos este problema externo de la pobreza. Nadie hará esto. Hemos hablado con los políticos, con personas que ocupan las más altas posiciones, pero ellas no se interesan en esto. De modo que comencemos con nosotros mismos.

 

¿Cómo puede nuestro limitado cerebro captar lo ilimitado, que es belleza y verdad? ¿Cuál es la base de la compasión, de la inteligencia, y cómo puede ello dar realmente con cada uno de nosotros? ¿Correcto? ¿Está clara la pregunta?

 

¿Cómo puede nuestro limitado cerebro captar lo ilimitado? No puede, porque es limitado. ¿Podemos captar la significación, la profundidad de la característica del cerebro y reconocer el hecho  -el hecho, no la idea- de que nuestros cerebros están limitados por el conocimiento, por las especialidades, por las disciplinas particulares, por pertenecer a un grupo, a una nacionalidad y todo eso, lo cual es básicamente el interés propio disimulado, oculto por toda clase de cosas  túnicas, guirnaldas, rituales? Esencialmente, esta limitación aparece cuando hay interés propio. ¡Es tan obvio! Cuando yo me intereso en mi propia felicidad, en mi propia realización, en mi propio éxito, ese mismo interés propio limita la calidad del cerebro y la energía del cerebro  como lo explicamos, quien les habla no es un especialista en cerebros, aunque ha hablado al respecto con algunos profesionales.

 

Ese cerebro, por millones de años, ha evolucionado con el tiempo, la muerte y el pensamiento. La evolución implica toda una serie de acontecimientos temporales, ¿no es así? Para elaborar todos los rituales religiosos se necesitó tiempo. Así, el cerebro se ha condicionado, se ha limitado por su propia voluntad, buscando su seguridad propia, manteniéndose dentro de su propio corral, diciendo: «Yo creo», «yo no creo», «estoy de acuerdo», «no estoy de acuerdo», «ésta es mi opinión», «éste es mi juicio» interés propio. Ya sea en las jerarquías religiosas, o entre los diversos políticos notables, o en el hombre que busca el poder a través del dinero, o en el profesor con sus tremendos conocimientos académicos, o en los gurús todos los cuales hablan de bondad, de paz y esas cosas- ello forma parte del interés propio. Enfréntense a todo esto.

 

De este modo nuestro cerebro se ha vuelto muy, muy, muy pequeño, no en su forma o tamaño, sino que se ha reducido en su calidad, la cual posee una capacidad inmensa. Inmensa. El cerebro ha progresado tecnológicamente, y también tiene una capacidad inmensa para penetrar muy, muy, muy profundamente en lo interno, pero el interés propio lo limita. Es algo muy sutil poder descubrir dónde se oculta el interés propio. Puede ocultarse detrás de una ilusión, en la neurosis, en el fingimiento, en algún nombre de familia. Para descubrirlo, hay que mirar debajo de cada piedra, de cada brizna de hierba. O uno se toma tiempo para descubrirlo, lo cual nuevamente se vuelve una esclavitud- o uno ve la cosa, la capta, la percibe instantáneamente. Cuando la percepción es completa, abarca la totalidad del campo.

 

El interlocutor pregunta, pues, cómo puede el cerebro, que está condicionado, captar lo ilimitado que es belleza, amor y verdad. Pregunta cuál es la base de la compasión y la inteligencia, y si ello puede dar con nosotros, con cada uno de nosotros. ¿Invita usted a la compasión? ¿Invita a la inteligencia? ¿Invita a la belleza, al amor, a la verdad? ¿Trata usted de captarlos? Se lo pregunto. ¿Trata usted de captar la calidad de la inteligencia y la compasión, el inmenso sentido de la belleza, el perfume del amor, y esa verdad hacia la cual no hay sendero alguno? ¿Es eso lo que usted está tratando de captar, desea descubrir la tierra donde ello reside? ¿Puede captar esto el limitado cerebro? Usted no puede captarlo, no puede asirlo, aunque practique toda clase de meditaciones, aunque ayune y se torture a sí mismo y se vuelva terriblemente austero y vista un taparrabo o una túnica. El rico no puede dar con la verdad, ni lo puede el pobre, ni las personas que han tomado votos de castidad, de silencio, de austeridad. Todo eso lo determina el pensamiento, lo produce consecuentemente el pensamiento; todo es el cultivo de un pensamiento deliberado, de un propósito deliberado. Como una persona que le dijo a quien les habla: «Denme doce años y haré que vean ustedes a Dios».

 

Por eso, como el cerebro es limitado, haga usted lo que haga, se siente con las piernas cruzadas en la postura del loto, entre en trance, medite, se pare sobre la cabeza o en una sola pierna, haga lo que haga, jamás dará con ello. La compasión no llega de ese modo.

 

Por lo tanto, uno tiene que comprender qué es el amor. El amor no es sensación. El amor no es placer, deseo, realización. El amor no es celos, no es odio. El amor contiene simpatía, generosidad y tacto, pero estas cualidades no son el amor. Comprender eso, dar con eso, requiere un gran sentido de apreciación de la belleza. No la belleza de una mujer o de un hombre o de una estrella de cine. La belleza no está en la montaña, en los cielos, en los valles o en el ondeante río. La belleza existe sólo donde hay amor. Y la belleza como el amor, es compasión. No hay suelo en que la compasión se asiente para nuestra conveniencia. Esa belleza, ese amor, esa verdad es la más elevada forma de inteligencia. Cuando esa inteligencia existe, hay acción, claridad, un extraordinario sentido de dignidad. Es algo inimaginable. Y lo que no puede imaginarse, lo ilimitado, no puede ser puesto en palabras. Puede describirse, los filósofos lo han descrito, pero los filósofos que lo han descrito no son aquello que han descrito.

 

Para dar, pues, con este gran sentido de la belleza, el yo, el ego, la actividad egocéntrica, el devenir, han de estar ausentes.     Tiene que haber en uno un gran silencio.    Silencio implica vacío de todo. En ese vacío hay un vasto espacio. Donde existe ese vasto espacio, hay una energía inmensa, -no la energía del interés propio- una energía ilimitada.

 

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domingo, 27 de febrero de 2022

LA GUERRA. Jiddu Krishnamurti.


LA GUERRA

Jiddu Krishnamurti

(en “La libertad primera y última”).

 

Krishnamurti: La guerra es la proyección espectacular y sangrienta de nuestra vida diaria, ¿no es así? La guerra es una mera expresión externa de nuestro estado interno, una amplificación de nuestra actividad diaria. Es más espectacular, más sangrienta, más destructiva, pero es el resultado colectivo de nuestras actividades individuales.

 

De suerte que vosotros y yo somos responsables de la guerra, ¿y qué podemos hacer para detenerla? Es obvio que la guerra que nos amenaza constantemente no puede ser detenida por vosotros ni por mi porque ya está en movimiento; ya está desencadenándose, aunque todavía en el nivel psicológico principalmente. Como ya está en movimiento, no puede ser detenida; los puntos en litigio son demasiados, excesivamente graves, y la suerte ya está echada. Pero vosotros y yo, viendo que la casa está ardiendo, podemos comprender las causas de ese incendio, alejamos de él y edificar en un nuevo lugar con materiales diferentes que no sean combustibles, que no produzcan otras guerras. Eso es todo lo que podemos hacer. Vosotros y yo podemos ver qué es lo que engendra las guerras, y si nos interesa detenerlas, podemos empezar a transformamos a nosotros mismos, que somos las causas de la guerra.

 

Una señora americana vino a verme hace un par de años, durante la guerra. Me dijo que había perdido a su hijo en Italia y que tenía otro hijo de dieciséis años al que quería salvar; de suerte que charlamos del asunto. Yo le sugerí que para salvar a su hijo debía dejar de ser americana; debía dejar de ser codiciosa, de acumular riquezas, de buscar el poder y la dominación, y ser moralmente sencilla, no sólo sencilla en cuanto a vestidos, a las cosas externas, sino sencilla en sus pensamientos y sentimientos, en su vida de relación. Ella dijo: "Eso es demasiado. Me pide usted demasiado. Yo no puedo hacer eso, porque las circunstancias son demasiado poderosas para que yo las altere". Por lo tanto, resultaba responsable de la destrucción de su hijo.

 

Las circunstancias pueden ser dominadas por nosotros, porque nosotros hemos creado las circunstancias. La sociedad es el producto de la relación; de vuestras relaciones y las mías, de todas ellas juntas. Si cambiamos en nuestra vida de relación, la sociedad cambia. El confiar únicamente en la legislación, en la compulsión, para la transformación externa de la sociedad mientras interiormente seguimos siendo corrompidos, mientras en nuestro fuero íntimo continuamos en busca del poder, de las posiciones, de la dominación, es destruir lo externo, por muy cuidadosa y científicamente que se lo haya construido. Lo que es del fuero íntimo se sobrepone siempre a lo externo.

 

¿Qué es lo que causa la guerra religiosa, política o económica? Es evidente que la creencia, ya sea en el nacionalismo, en una ideología o en un dogma determinado. Si en vez de creencias tuviéramos buena voluntad, amor y consideración entre nosotros, no habría guerras. Pero se nos alimenta con creencias, ideas y dogmas, y por lo tanto, engendramos descontento. La presente crisis, por cierto, es de naturaleza excepcional, y nosotros, como seres humanos, o tenemos que seguir el sendero de los conflictos constantes y continuas guerras, que son el resultado de nuestra acción cotidiana, o de lo contrario ver las causas de la guerra y volverles la espalda.

 

Lo que causa la guerra, evidentemente, es el deseo de poder, de posición, de prestigio, de dinero, como asimismo la enfermedad llamada nacionalismo ‑el culto de una bandera- y la enfermedad de la religión organizada, el culto de un dogma. Todo eso es causa de guerra; y si vosotros como individuos pertenecéis a cualquiera de las religiones organizadas, si sois codiciosos de poder, si sois envidiosos, forzosamente produciréis una sociedad que acabará en la destrucción. Nuevamente: ello depende de vosotros y no de los dirigentes, no de los llamados hombres de Estado, ni de ninguno de los otros. Depende de vosotros y de mí, pero no parecemos darnos cuenta de ello. Si por una vez sintiéramos realmente la responsabilidad de nuestros propios actos, ¡cuán pronto podríamos poner fin a todas estas guerras, a toda esta miseria aterradora! Pero, como veis, somos indiferentes. Comemos tres veces al día, tenemos nuestros empleos, nuestra cuenta bancaria, grande o pequeña, y decimos: "por el amor de Dios, no nos moleste, déjenos tranquilos".

 

Cuanto más alta es nuestra posición, más deseamos seguridad, permanencia, tranquilidad, menos injerencia admitimos, y más deseamos mantener las cosas fijas, como están; pero ellas no pueden mantenerse como están, porque no hay nada que mantener. Todo se desintegra.

 

No queremos hacer frente a estas cosas, no queremos encarar el hecho de que vosotros y yo somos responsables de las guerras. Vosotros y yo charlamos de paz, nos reunimos en conferencias, nos sentamos en torno a una mesa y discutimos; pero en nuestro fuero íntimo, en lo psicológico, deseamos poder y posición, y nos mueve la codicia. Intrigamos, somos nacionalistas; nos atan las creencias, los dogmas, por los cuales estamos dispuestos a morir y a destruirnos unos a otros. ¿Creéis que semejantes hombres ‑vosotros y yo- podemos tener paz en el mundo?

 

Para que haya paz, debemos ser pacíficos; vivir en paz significa no crear antagonismos. La paz no es un ideal. Para mí un ideal es simple evasión, un modo de eludir lo que es, una contradicción con lo que es. Un ideal impide la acción directa sobre lo que es. Mas para que haya paz tendremos que amar, tendremos que empezar, no a vivir una vida ideal sino a ver las cosas como son y obrar sobre ellas, a transformarlas. Mientras cada uno de nosotros busque seguridad psicológica, la seguridad fisiológica que necesitamos ‑alimento, vestido y albergue- se ve destruida. Andamos en busca de seguridad psicológica, que no existe; y, si podemos, la buscamos por medio del poder, de la posición, de los títulos, de los nombres, todo lo cual destruye la seguridad física. Esto, cuando se lo considera, resulta un hecho evidente.

 

Para traer paz al mundo, por lo tanto, para detener todas las guerras, tiene que haber una revolución en el individuo, en vosotros y en mí. La revolución económica sin esta revolución interna carece de sentido, pues el hambre es el resultado del defectuoso ajuste de las condiciones económicas producido por nuestros estados psicológicos: codicia, envidia, mala voluntad y espíritu de posesión. Para poner fin al dolor, al hambre, a la guerra, es preciso que haya una revolución psicológica, y pocos de nosotros están dispuestos a enfrentar tal cosa. Discutiremos sobre la paz, proyectaremos leyes, crearemos nuevas ligas, las Naciones Unidas, y lo demás. Pero no lograremos la paz porque no queremos renunciar a nuestra posición, a nuestra autoridad, a nuestros dineros, a nuestras propiedades, a nuestra estúpida vida. Confiar en los demás es absolutamente vano; los demás no nos traerán la paz. Ningún dirigente, ni gobierno, ni ejército, ni patria, va a darnos la paz. Lo que traerá la paz es la transformación interna que conducir a la acción externa. La transformación interna no es aislamiento; no consiste en retirarse de la acción externa. Por el contrario, sólo puede haber acción verdadera cuando hay verdadero pensar; y no hay pensar verdadero cuando no hay el conocimiento propio. Si no os conocéis a vosotros mismos, no hay paz.

 

Para poner fin a la guerra externa, debéis empezar por poner fin a la guerra en vosotros mismos. Algunos de vosotros moverán la cabeza y dirán "estoy de acuerdo", y saldrán y harán exactamente lo mismo que han estado haciendo durante los últimos diez o veinte años. Vuestra conformidad es puramente verbal y carece de significación, pues las miserias y las guerras del mundo no van a ser detenidas por vuestro fortuito asentimiento. Sólo serán detenidas cuando os deis cuenta del peligro, cuando percibáis vuestra responsabilidad, cuando no dejéis eso en manos de otros. Si os dais cuenta del sufrimiento, si veis la urgencia de la acción inmediata y no la aplazáis, entonces os transformaréis; y la paz vendrá tan sólo cuando vosotros mismos seáis pacíficos, cuando vosotros mismos estéis en paz con vuestro prójimo.

 

Fuente: 

https://jiddu-krishnamurti.net/es/la-libertad-primera-y-ultima/la-libertad-primera-y-ultima-32

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